


Como era la primera vez que entraba en un juzgado, andaba medio perdido. En primer lugar subí a las oficinas, pensando que era allí donde tenía que aguardar a que me llamaran. Después de un rato sentando y sin ver actividad de ningún tipo, pregunté a una de las oficinistas, la cual me indicó donde tenía que ir. En ese lugar había mucho alboroto. Decenas de personas por todos lados y mucho ruido. De vez en cuando se oía llamamientos a personas y representantes. Yo no veía a nadie conocido: no lograba encontrar a mi abogado y no se distinguía ni a mi jefe ni a su asesor. La espera era algo tensa, pero recordé las palabras que me había dicho mi abogado unos días antes: "No se han puesto en contacto conmigo. En estos casos no es inusual que la otra parte no acuda al juicio". Aún así me tomaba las cosas con cautela. A mi jefe le gustaban los golpes de efecto y hacer las cosas en el último momento, así como tener la última palabra en todo. No me hubiera
sorprendido verle aparecer repentinamente. Mientras tanto las llamadas a demandantes y demandados continuaban. Mi nombre fue pronunciado. Me acerqué a la persona que había efectuado el aviso y le comenté que tanto mi abogado como la otra parte aún no estaban presentes. Me comentó que volvería a hacer la convocatoria en unos minutos. El tiempo pasaba. Finalmente apareció mi abogado. Tranquilamente se puso a repasar las notas y me preguntó por mi jefe. Le comenté que seguía sin venir. El llamamiento fue realizado nuevamente. Esta vez habló mi representante y acordaron dejar transcurrir unos minutos para que la Sala de lo Social estuviera preparada y llegara la demandada, es decir, Acme S.A. Seguimos hablando y por fin, entramos. Aquello fue muy rápido. Sin la presencia de la empresa ni de su asesor los trámites fueron muy sencillos. No tuve que contestar ninguna pregunta. Entregué un documento que llevaba preparado: mi vida laboral, para que se pudieran hacer los cálculos oportunos a efectos de indemnización. Mi abogado siguió las formas establecidas y presentó las pruebas. Esto, junto con la incomparecencia del demandado, dejaba todo listo para sentencia. Fueron unos días de mucha tensión
para nada, o para mucho. Había llegado hasta el final en toda esta historia y ahora sí que podía respirar aliviado. Mi representante me dio ánimos, teníamos todo a nuestro favor. La sentencia fijaría los detalles, pero prácticamente me habían dado la razón y si la sentencia era la esperada, tendría algo más valioso que el dinero: un papel firmado por un juez en la que se reconocían mis derechos e indirectamente la mala fe y villanía de mi jefe. Ahora tenía que esperar unas semanas para conocer que diría ese papel.


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