07 diciembre 2006

Los peligros del garaje II

(... continúa)
Nos habíamos quedado en los escalones fluctuantes de la escalera que conducía a la parte alta del taller. Nuevos peligros acechaban en ese espacio. La escalinata tenía forma de L, siendo el brazo mayor la primera parte del recorrido y el brazo pequeño la última. Justo al salir de éste lo primero que nos encontrábamos era una de las mesas construídas tiempo atrás por mi compañero de prácticas y yo. Antes, ese lugar sólo era ocupado por cajas vacías, basura y fauna endémica. A la izquierda, la escalera realizaba un giro de 180 grados y seguía ascendiendo unos tres peldaños más... Después, sólo había vacío, puesto que habían quitado todas las traviesas que permitían acceder al siguiente piso del inmueble. La curiosidad nunca me conminó a saber que existía más arriba. Se podía llegar a través del armazón principal de la escalera, aunque sólo una caída limpia me separaba del desastre. Comprobando la diversidad de especies animales que pululaban en la parte habitada, no había razón para llevarse un susto descubriendo lo que corría sobre nuestras cabezas. Esos tres escalones estaban literalmente ocultos bajo una gran cantidad de placas base y hardware diverso. Estas pilas, de dudoso equilibrio, se movían al compás de los pasos de cualquiera que pasara cerca. Inmediatamente debajo se encontraba el ordenador de facturación de la mesa de reparaciones de la parte inferior del taller. Parecía que en el momento menos pensado todo ese amasijo electrónico pudiera caer encima de quien se encontrara debajo, imbuyéndole de manera rotunda en el mundo de la alta tecnología, sin anestesia ni nada.
En las épocas de limpieza (asociadas a los alumnos en prácticas) era posible desplazarse por aquel falso piso sin tropezar demasiado. Anchos eran los accesos entre mesas de trabajo y reparaciones y entre estanterías y zonas de acumulación de materiales y aparatejos diversos. Naturalmente, a medida que pasaba el tiempo, estos pasajes se hacían cada vez más imprácticables a consecuencia de la gran cantidad de monitores, torres, impresoras, cables, cajas, embalajes, etc. que se dispersaban por doquier. No pocas veces más de un compañero y más de un cliente visitaron el suelo y en otras, sólo los grandes malabarismos y equilibrismos evitaron acabar de bruces emulando la postura de una lagartija con los miembros al estilo egipcio. Como el trabajo era mucho y el tiempo para limpiar y ordenar era poco, una capa de polvo se asentaba en todo rincón olvidado o en desuso. Cuando teníamos que buscar algo en tales recovecos, un velo de residuos inundaba el ambiente, convirtiendo la estancia en un lugar insufrible. Peor aún, cuando algún compañero o cliente fumaba en la parte de abajo, una nube de humo y ceniza subía lentamente acaparando y acomodándose en todo el volumen disponible. Como no había ningún tipo de ventilación, el aire se hacía irrespirable y nosotros, que no éramos fumadores, acabábamos hastiados y tosiendo. Además, las veces que teníamos que desempolvar la suciedad acumulada en los ordenadores, más escoria se añadía al ambiente. Si le sumamos los productos que utilizábamos para adecentar las carcasas tales como limpiamuebles y limpiacristales, se podrán hacer una idea de la neblina que nos podía llegar a rodear. Pero aún hay más. Un compañero reparaba circuitos electrónicos, para lo cual a veces tenía que usar un tipo de spray muy tóxico. Una vez rociado, sus efluvios se dispersaban rápidamente, mezclándose con la turbidez reinante y convirtiendo el aire un hálito asfixiante e infernal.
(continuará ...)

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