26 marzo 2007

Los trabajos forzados VII: El desprecio I

Hace una tarde espléndida. El sol luce primaveral. Su calor da vida a todo a mi alrededor. El verde impera hasta donde la vista alcanza. El amarillo de las flores salpica con notas de color el tapiz que forma la hierba. Blancas nubes navegan el inmenso cielo azul. Sus sombras tiñen de añil el vigoroso y vívido océano. Al fondo, aunque no la veo porque me encuentro dentro de mi habitación, la montaña luce con un hermoso manto blanco. Se recorta en la distancia como un enorme coloso que todo lo domina. Este domingo es ideal. Escribo los post con un día de antelación. No oigo el sonido de los vehículos transitando la calle y estoy escuchando a algunos de mis grupos preferidos. Las tardes son ahora más largas y la ilusión del verano, aún lejano, se siente alrededor. Es un domingo de los que hay que disfrutar. Salir, ver cosas, hablar con los amigos o pasarlo en buena compañía. A falta de eso, está muy bien para pasear. Con estos argumentos, pocas ganas tengo de escribir una entrada en el blog. Más si tenemos en cuenta que la de hoy me llena de rabia y tristeza. Pero ya tocaba hablar de ello, y retrasarla no vale la pena. Lo que haré será irme a dar una vuelta y cuando vuelva, terminaré de escribirla.
Allá por el final de agosto del año 2004 seguía condenado a trabajos forzados en mi empresa. Todos los años de esfuerzo y sacrificio que había hecho en aquella empresa, no eran ápice para que mi jefe no tratara de humillarme de una forma u otra. Nunca he sabido lo que hice, o lo que él pensaba que le había hecho. Tal vez ni siquiera fuera una cuestión personal. Simplemente yo era un conejillo de Indias para su soberbia, su caciquismo y sus complejos. Una manera de expresar su cobardía, intentando transformarla en hombría. Todo eso no importa lo más mínimo. El tiempo pasa y las cosas caen en el olvido o simplemente el tiempo las diluye como lo hace la sal en el agua. Sin embargo, un recuerdo sigue claro y marcado a fuego en mi mente. Lo recuerdo casi todos los días. Me preguntó porqué no le puse en evidencia en su momento. Porqué fui tan timorato como para no levantar su máscara y mostrar a sus clientes lo que era. Su retorcimiento, su desprecio hacia los demás.
Como les he venido contando entre los muchos trabajos forzados a los cuales estábamos sometidos un compañero y yo, se encontraba una proposición deshonesta que nos había realizado nuestro jefe. Consistía en pintar toda la empresa. Por las razones expuestas en el post dedicado a ello, accedimos y nos pasamos medio verano dando brochazos. En agosto, mi compañero de fatigas se fue de vacaciones, con lo que me quedé solo. Poco tiempo antes, mi empresa ya había conseguido una buena cantidad de dinero de las subvenciones y todas las reformas que se estaban realizando se basaban en ello, o en expectativas de ingresos futuros. La empresa estaba quedando muy bien, sobre todo con la mano de pintura que le estábamos dando. Muchas cosas eran nuevas y el negocio tenía buena pinta. Para mi jefe era el momento de presumir. De traer a los clientes y enseñarles "su obra". La creación del sublime. Ahora los clientes debían saber que ya no trataban con el "chico del garaje", ahora trataban con el "Señor Don". Había cambiado su imagen y estaba construyendo a su alrededor un mundo de fantasía que imitaba la buena organización y el respeto. Nada más lejos de la realidad. Seguía siendo un Don Nadie, cubierto de luces que él mismo se había colocado. La prueba más irrefutable de su esencia nihilista me la mostró cuando llegaron los primeros clientes importantes.

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