Este es uno de los temas que más gracia me hace y que a la vez me enerva de sobremanera. No se fíen del título, tiene un trasfondo más profundo de lo que pudiera parecer a simple vista. Describe como la arrogancia, la mala fe, el desprecio y otras pésimas facetas del ser, afloran en el momento más inesperado o simplemente siempre han estado ahí, pero no nos hemos molestado en mirar. Toda esta historia comienza cuando nos mudamos del garaje en el que empezó su andadura la empresa. Nos instalamos en unos nuevos locales que tenían un salón a nivel de la calle y un sótano cada uno. Eran amplios y espaciosos. Tenían mucha iluminación y no se parecían en nada a la lúgubre y oscura mazmorra en la que había trabajado varios años. El local principal, el que tenía acceso desde y hacia la calle, estaba dedicado a la zona de atención a clientes, los mostradores, los armarios con material y finalmente, ocupando la mitad trasera, el taller. La parte administrativa, donde estaba el gerente, los acólitos, los programadores y la administrativa, se situaba en el otro salón. A este lado se accedía mediante una puerta de aluminio y cristal. Un gran escaparate se situaba entre ellos y la calle. En la parte trasera, unas amplias cristaleras permitían ver un enorme patio interior y la parte posterior de los edificios que estaban enfrente. En mi tierra, suele hacer sol y calor la mayor parte del año. El astro rey penetraba con gran ímpetu por los ventanales que daban a esa explanada y sus rayos caían inmisericordes sobre el despacho de mi jefe (por aquel entonces una mesa y poco más) y una pequeña sala de reuniones. Para proteger estas estancias, la empresa había comprado unas cortinas. De esta manera, desde los primeros días en el nuevo recinto, mi jefe, disfrutaba de protección contra el sofocante calor y la cegante luz que traspasaba los cristales. En el otro local de la empresa, el taller tenía las mismas condiciones al encontrarse también junto a los ventanales interiores, pero con una sutil diferencia: no teníamos cortinas. Día tras día, semana tras semana, año tras año el sol caía implacable sobre nuestros puestos. La intensa luz no nos permitía ver el contenido de los monitores. El calor era insoportable. Los compañeros que tenían sus mesas más cerca de los vidrios intentaban protegerse apilando cajas y cartones. Realmente bochornoso. No se podía trabajar. Muchas veces expusimos el problema a nuestro superior. Muchas veces nos quejamos de la necesidad de unas sencillas cortinas, que nos evitaran ceguera y quemaduras. La respuesta siempre fue la misma: "No hay dinero para cortinas". Así pasaron varios años trabajando en esas condiciones. Cuando por fin se cerró mi departamento y su sitio fue ocupado por el despacho del gerente ¿Adivinan que ocurrió? Sí, eso mismo. Tantos años sufriendo y ..."casualmente" cuando mi jefe se instala en ese lugar, hay dinero para comprar nuevas y flamantes cortinas.
Yo no creo en las casualidades.
Yo no creo en las casualidades.
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