Después de no haber llegado a un acuerdo por teléfono, mi jefe y yo nos veríamos las caras en el SMAC. No se mostró demasiado indignado cuando estuvimos hablando y supongo que se daría cuenta de que mi réplica era lo suficientemente sólida como para abstenerse de seguir intentando buscar algún tipo de trato engañoso. Recuerdo haberle expresado mi malestar por la situación en que me había dejado de cara al paro y de cara a la Seguridad Social. Justo un par de jornadas antes, me había llegado una carta de este organismo. Las cifras de días cotizados no se parecían ni de lejos a los que yo había realizado y ciertamente estuve bastante enojado durante un tiempo. Haciendo cuentas, la empresa me había ocultado unos 7 meses en los cuales no coticé y tenía unas altas y unas bajas bastante extrañas. Todavía lo cuento y me hierve la sangre. Al final y por culpa de todas estas circunstancias llegamos a una situación a la que no se debe llegar.
Mi empresa había recibido denuncias de algunos de los compañeros que se fueron. Otros prefirieron no hacerlo. El gerente no había acudido a ningún acto de conciliación. Sólo había ido al de una compañera, pero de modo oficioso, es decir, a intentar llegar "a un acuerdo" (acuerdo para mi empresa era todo aquello que le pudiera favorecer o beneficiar, si le perjudicaba era un abuso) antes de que se celebrara el acto. Cuando estaba intentado engatusarla, llegó su abogado y mi jefe puso pies en polvorosa. Tratar de convencer se le daba bien cuando el otro no sabía de leyes.
Dormí intranquilo, con demasiada tensión, más propia del que quiere desahogarse que del que está nervioso por como pueda concluir un asunto. Sabía que mi jefe no faltaría a la cita. De los otros había pasado olímpicamente, pero de mí no lo haría. Trataría de darle una lección a aquel que se había rebelado, o bien, su asesor le recomendó acudir porque se estaba jugando un dinero, que aunque no era mucho, se sumaría a todos los problemas que ya tenía. Una tercera y macabra idea que surca mi mente es que aún sin falta de medios, lo que más le hubiera dolido habría sido perder ante un inferior: un pringadillo. Pero son simplemente paranoias personales.
No me equivoqué. Cuando llegué al edificio me encontré con su asesor. Mi jefe venía con refuerzos. Puesto que tampoco había que exagerar la situación, le saludé cordialmente, a lo cual me respondió el profesional con un saludo bastante seco. ¡Vaya! Otro al que no le había sentado bien mi decisión de luchar por mis derechos y mi dignidad. No se parecía en nada a aquel asesor que un mes antes había venido sonriente y se había largado contento tras exponernos que su solución era la mejor y la única razonable. Otra vez, paranoias mías. Aguardé tenso en la sala de espera. Mi abogado no aparecía. Desconocía que se encontraba dentro atendiendo a otros clientes. A medida que pasaba el tiempo, las cosas me gustaban menos. Apareció mi jefe. Con él sólo crucé un saludo de cortesía, pero bastante aspero. El enfado me duraba todavía. El verle allí con asesor, más que un intento de acuerdo, me parecía una venganza personal. Puesto que había prescindido de los actos de conciliación con los demás, ¿por qué esa atención conmigo? Cuando estaba trabajando nunca le vi interesado en mí de esa manera, por ejemplo para subirme el sueldo o pagarme las horas extras, o defenderme de compañeros y clientes.
Ambos entraron. Al poco rato salió mi abogado y me explicó que ya había hablado con ellos. Al parecer no habían llegado a ningún tipo de acuerdo lo suficientemente justo. De esta manera habría que ir a juicio, es decir, que un tercero decidiera sobre un asunto que dos no logran resolver. La última medida imaginable y que demuestra que, al menos, una de las partes no pretendía guiarse por la ley, la ética y el respeto, sino por los ardides amparados en el desconocimiento y la buena fe de la otra parte.
Desde el punto de vista económico el no llegar a un acuerdo en el SMAC podría traducirse en un supuesto mayor ingreso para el bufete abogados si se ganaba el juicio y para mí, en la posibilidad de poder obtener todo o algo de lo reclamado. Al parecer, si hubiera llegado a un acuerdo con la empresa y ésta no lo hubiera respetado después, yo no tendría posibilidad de ampararme en ningún organismo para intentar reclamar una parte de la deuda. Por otro lado, el gerente siempre hubiera pactado una compensación a la baja. Conociendo como se las gastaba mi empresa (sobre todo conmigo), un posible acuerdo no era una garantía.
Mi empresa había recibido denuncias de algunos de los compañeros que se fueron. Otros prefirieron no hacerlo. El gerente no había acudido a ningún acto de conciliación. Sólo había ido al de una compañera, pero de modo oficioso, es decir, a intentar llegar "a un acuerdo" (acuerdo para mi empresa era todo aquello que le pudiera favorecer o beneficiar, si le perjudicaba era un abuso) antes de que se celebrara el acto. Cuando estaba intentado engatusarla, llegó su abogado y mi jefe puso pies en polvorosa. Tratar de convencer se le daba bien cuando el otro no sabía de leyes.
Dormí intranquilo, con demasiada tensión, más propia del que quiere desahogarse que del que está nervioso por como pueda concluir un asunto. Sabía que mi jefe no faltaría a la cita. De los otros había pasado olímpicamente, pero de mí no lo haría. Trataría de darle una lección a aquel que se había rebelado, o bien, su asesor le recomendó acudir porque se estaba jugando un dinero, que aunque no era mucho, se sumaría a todos los problemas que ya tenía. Una tercera y macabra idea que surca mi mente es que aún sin falta de medios, lo que más le hubiera dolido habría sido perder ante un inferior: un pringadillo. Pero son simplemente paranoias personales.
No me equivoqué. Cuando llegué al edificio me encontré con su asesor. Mi jefe venía con refuerzos. Puesto que tampoco había que exagerar la situación, le saludé cordialmente, a lo cual me respondió el profesional con un saludo bastante seco. ¡Vaya! Otro al que no le había sentado bien mi decisión de luchar por mis derechos y mi dignidad. No se parecía en nada a aquel asesor que un mes antes había venido sonriente y se había largado contento tras exponernos que su solución era la mejor y la única razonable. Otra vez, paranoias mías. Aguardé tenso en la sala de espera. Mi abogado no aparecía. Desconocía que se encontraba dentro atendiendo a otros clientes. A medida que pasaba el tiempo, las cosas me gustaban menos. Apareció mi jefe. Con él sólo crucé un saludo de cortesía, pero bastante aspero. El enfado me duraba todavía. El verle allí con asesor, más que un intento de acuerdo, me parecía una venganza personal. Puesto que había prescindido de los actos de conciliación con los demás, ¿por qué esa atención conmigo? Cuando estaba trabajando nunca le vi interesado en mí de esa manera, por ejemplo para subirme el sueldo o pagarme las horas extras, o defenderme de compañeros y clientes.
Ambos entraron. Al poco rato salió mi abogado y me explicó que ya había hablado con ellos. Al parecer no habían llegado a ningún tipo de acuerdo lo suficientemente justo. De esta manera habría que ir a juicio, es decir, que un tercero decidiera sobre un asunto que dos no logran resolver. La última medida imaginable y que demuestra que, al menos, una de las partes no pretendía guiarse por la ley, la ética y el respeto, sino por los ardides amparados en el desconocimiento y la buena fe de la otra parte.
Desde el punto de vista económico el no llegar a un acuerdo en el SMAC podría traducirse en un supuesto mayor ingreso para el bufete abogados si se ganaba el juicio y para mí, en la posibilidad de poder obtener todo o algo de lo reclamado. Al parecer, si hubiera llegado a un acuerdo con la empresa y ésta no lo hubiera respetado después, yo no tendría posibilidad de ampararme en ningún organismo para intentar reclamar una parte de la deuda. Por otro lado, el gerente siempre hubiera pactado una compensación a la baja. Conociendo como se las gastaba mi empresa (sobre todo conmigo), un posible acuerdo no era una garantía.
Después nos dirigimos a la habitación donde se tramitaba el acuerdo o no acuerdo y donde había que firmar. Cada parte exponía sus alegatos y razones. Reconocieron la deuda y la antigüedad, pero... cuando le tocó el turno al asesor de mi jefe, dijo algo así como que su cliente tenía la razón, terminado con la frase: "lo cual demostraremos en el juicio". Ciertamente, y tras consultar a una amiga abogado, esa es una forma habitual de acabar la exposición, pero a diferencia del tono monótono, del que está acostumbrado a expresar esa oración con cierta frecuencia, de mi abogado; la elocución del asesor de mi jefe adolecía de cierto retintín*. Seguramente, paranoias mías.
* Según el diccionario de la lengua española © 2005 Espasa-Calpe
retintín
- m. col. Tonillo y modo de hablar irónico y malicioso con el que se pretende molestar a alguien:
niño,no contestes a tu padre con retintín. - Sonido que deja en los oídos la campana u otro objeto sonoro:
todavía tengo en los oídos el retintín del timbre de la puerta.