En la próxima entrada, por fin, publicaré el post en el cual contaré la excusa absurda y precipitada que dio mi jefe para cerrar el taller. Hoy sin embargo, quiero aprovechar para contar una situación que se estaba produciendo justo antes de la caída de mi departamento y que pondrá aún más de manifiesto esa extraña forma de actuar y de ser de mi jefe, o más bien, no tan extraña o premeditada si nos atenemos a los antecedentes que llevo narrando estos meses.
Pasado el primer trimestre de 2004, algunos de los compañeros del club de los pringadillos nos metimos a hacer un curso de páginas Web, viendo lo que se avecinaba. Tarde o temprano íbamos a caer. Cada prueba era un desafío y cada una sólo una excusa para derribar mi departamento. Las presiones por parte de la empresa cada vez eran más fuertes, los malos modos más hirientes y atropellos, más evidentes. A pesar de esta atmósfera tan enrarecida y tan nociva para los compañeros del taller de reparaciones de equipos informáticos, seguíamos tirando para adelante, venciendo cada obstáculo. Por razones aún desconocidas para mí y para todos, empezó a suceder una cosa impensable... La empresa había puesto en práctica una política demoledora para ahuyentar a todos los clientes posibles, quedándose sólo con los más grandes; de hecho, muchos clientes todavía me lo comentan cuando me ven por la calle: "Ustedes, desde que se empezaron a creer una empresa grande, trataron mal y pasaron de los clientes pequeños que habíamos ido toda la vida". Era verdad. Se desplazó a los pequeños interesados, incluidas PYMES, de los objetivos de la empresa, que estaba mirando el horizonte y así no se dio cuenta de las piedras que tenía en el camino. Como iba diciendo, por alguna razón, el taller empezó a coger auge nuevamente. Venían muchos clientes a reparar y a ampliar sus máquinas, a pesar de todos los feos que les hacía la empresa. Las cuentas empezaban a ir mejor. Varias empresas nos hacían pedidos de 3 ó 4 equipos nuevos a la vez, incluyendo instalaciones y configuraciones. Nos desplazábamos a muchas empresas a realizar reparaciones, de la que obteníamos mayores ingresos en mano de obra. Todo iba mejor de lo esperado. Esto no era nada bueno para mi jefe. No sólo seguíamos aguantando sus embestidas, sino que además seguíamos siendo productivos. De cualquier forma, esto no le detuvo. Permitió que le siguiéramos vendiendo a los clientes, a pesar de tener muy claro lo que iba a hacer. Cuando por fin cerró, y le preguntamos que iba a pasar con todos aquellos clientes que tenían ordenadores en garantía, nos dijo: "Pues tienen garantía (que nos la daba nuestro proveedor) y si no, ya no nos dedicamos a eso", es decir, ni siquiera se había preocupado por esos clientes, ni de buscarles una solución o una alternativa. Todo le daba igual, mientras consiguiera convertir a la empresa en un negocio de software sustentado por subvenciones y grandes empresas... ¡Qué apuesta más arriesgada, deshonesta e insensata".
Por esa época ya empezaban a figurar en el programa de facturación una serie de recibos por importantes cantidades de dinero. El dinero fluía fácil desde las subvenciones y el politiqueo, era la hora de quitarse de encima a los aprietatornillos.
Pasado el primer trimestre de 2004, algunos de los compañeros del club de los pringadillos nos metimos a hacer un curso de páginas Web, viendo lo que se avecinaba. Tarde o temprano íbamos a caer. Cada prueba era un desafío y cada una sólo una excusa para derribar mi departamento. Las presiones por parte de la empresa cada vez eran más fuertes, los malos modos más hirientes y atropellos, más evidentes. A pesar de esta atmósfera tan enrarecida y tan nociva para los compañeros del taller de reparaciones de equipos informáticos, seguíamos tirando para adelante, venciendo cada obstáculo. Por razones aún desconocidas para mí y para todos, empezó a suceder una cosa impensable... La empresa había puesto en práctica una política demoledora para ahuyentar a todos los clientes posibles, quedándose sólo con los más grandes; de hecho, muchos clientes todavía me lo comentan cuando me ven por la calle: "Ustedes, desde que se empezaron a creer una empresa grande, trataron mal y pasaron de los clientes pequeños que habíamos ido toda la vida". Era verdad. Se desplazó a los pequeños interesados, incluidas PYMES, de los objetivos de la empresa, que estaba mirando el horizonte y así no se dio cuenta de las piedras que tenía en el camino. Como iba diciendo, por alguna razón, el taller empezó a coger auge nuevamente. Venían muchos clientes a reparar y a ampliar sus máquinas, a pesar de todos los feos que les hacía la empresa. Las cuentas empezaban a ir mejor. Varias empresas nos hacían pedidos de 3 ó 4 equipos nuevos a la vez, incluyendo instalaciones y configuraciones. Nos desplazábamos a muchas empresas a realizar reparaciones, de la que obteníamos mayores ingresos en mano de obra. Todo iba mejor de lo esperado. Esto no era nada bueno para mi jefe. No sólo seguíamos aguantando sus embestidas, sino que además seguíamos siendo productivos. De cualquier forma, esto no le detuvo. Permitió que le siguiéramos vendiendo a los clientes, a pesar de tener muy claro lo que iba a hacer. Cuando por fin cerró, y le preguntamos que iba a pasar con todos aquellos clientes que tenían ordenadores en garantía, nos dijo: "Pues tienen garantía (que nos la daba nuestro proveedor) y si no, ya no nos dedicamos a eso", es decir, ni siquiera se había preocupado por esos clientes, ni de buscarles una solución o una alternativa. Todo le daba igual, mientras consiguiera convertir a la empresa en un negocio de software sustentado por subvenciones y grandes empresas... ¡Qué apuesta más arriesgada, deshonesta e insensata".
Por esa época ya empezaban a figurar en el programa de facturación una serie de recibos por importantes cantidades de dinero. El dinero fluía fácil desde las subvenciones y el politiqueo, era la hora de quitarse de encima a los aprietatornillos.