

Al volver del trabajo, no solía regresar sólo. Una de mis compañeras de trabajo vivía en un pueblo próximo al mío. Como no suponía un rodeo demasiado grande, la alcanzaba hasta su casa. Esta compañera era la coordinadora y programadora principal. Tenía cierta afinidad con mi jefe, porque se conocían mucho antes de que ella empezara a trabajar. Por esta razón, pienso, no era tan crítica con el jefe como lo podíamos ser los demás. Trabajaba mucho en su casa, sin remuneración alguna, y el jefe le echó más de una bronca sin sentido, las cuales eran las favoritas del gerente.
Cuando no había dinero, a mi jefe se le acababa la chulería.
Se crecía con el vil metal y se retraía al no disponer de él. Un ejemplo claro de esta dualidad fueron los trabajos forzados que nos obligaron a desempeñar en el verano de 2004. Por esta fecha estaba entrando mucho dinero fácil a la empresa, lo cual produjo un incremento de la prepotencia de mi jefe. Pero todo esto había cambiado. Ahora teníamos problemas de pagos y una situación económica lamentable. Mi jefe había dilapidado todos los fondos. Ya no ordenaba despóticamente. Ahora casi suplicaba. A causa de este motivo, se le veía poco. Pasaba mucho tiempo en su despacho e intentaba no acercarse a los empleados, sobre todo al área de programación, porque sólo recibía miradas incómodas y comentarios agrios. De vez en cuando iba al despacho de la coordinadora y parte de las veces cerraban la puerta para que no se oyera la conversación. Luego, raudo, volvía a su cubil
tratando de esquivar a sus acreedores.
No conozco la razón. Tal vez se aburría durante tanto tiempo y buscaba a alguien con quien hablar, tal vez porque no quería que los demás escucharan sus palabras, tal vez porque con la empresa vacía era más fácil acercarse al despacho de la coordinadora sin sentirse culpable... El caso es que cuando estábamos a punto de irnos, venía y se ponía a conversar con la compañera. No 2 ó 5 minutos, sino 10, 15, 20... Al principio lo dejé pasar. Me molestaba porque yo no quería estar ni un segundo más en aquella empresa, pero entendía que a lo mejor eran asuntos importante. Aquello se fue convirtiendo en costumbre, como todo aquello que le beneficiaba a mi jefe. Lo que no le convenía, no se convertía en costumbre, aunque fuera muy legítimo. Después, ya no me importaban esos asuntos, quería irme y si ella prefería coger el bus para regresar a su casa, que lo hiciera. Parece que mi compañera se empezó a dar cuenta y las conversaciones empezaron a ser en la puerta de la calle. Me daba igual, empezaba a caminar para obligarla a terminar la tertulia.
Me seguía, pero el jefe también iba en la misma dirección y la conversación continuaba en la calle. Al final dejé de aparcar en esa zona y busqué otra que estuviera en otra dirección, así salía rápido a las tres con la coordinadora tras mis pasos. Entendieron la indirecta. Aquello se había convertido en una tomadura de pelo y en una falta de respeto por parte de mi jefe, que sabía que yo llevaba a la programadora a la casa. Bastante tiempo había en las horas de trabajo para hablar de todo lo que quisieran, para ponerse a conversar a última hora. Si ella quería perder su tiempo, que lo hiciera, pero el mío, desde luego que no. Ya que le hacía un favor, lo menos que podía hacer era salir puntual.
Cuando no había dinero, a mi jefe se le acababa la chulería.


No conozco la razón. Tal vez se aburría durante tanto tiempo y buscaba a alguien con quien hablar, tal vez porque no quería que los demás escucharan sus palabras, tal vez porque con la empresa vacía era más fácil acercarse al despacho de la coordinadora sin sentirse culpable... El caso es que cuando estábamos a punto de irnos, venía y se ponía a conversar con la compañera. No 2 ó 5 minutos, sino 10, 15, 20... Al principio lo dejé pasar. Me molestaba porque yo no quería estar ni un segundo más en aquella empresa, pero entendía que a lo mejor eran asuntos importante. Aquello se fue convirtiendo en costumbre, como todo aquello que le beneficiaba a mi jefe. Lo que no le convenía, no se convertía en costumbre, aunque fuera muy legítimo. Después, ya no me importaban esos asuntos, quería irme y si ella prefería coger el bus para regresar a su casa, que lo hiciera. Parece que mi compañera se empezó a dar cuenta y las conversaciones empezaron a ser en la puerta de la calle. Me daba igual, empezaba a caminar para obligarla a terminar la tertulia.
