Como ya comenté en alguna entrada anterior, mi jefe carecía de criterio respecto a lo que segundos o terceros le contaban, de tal manera que se creía cualquier cosa, siempre que fuera favorable a sus intereses o que pensara que era lesivo para su negocio o para su imagen personal. De esto último también hablaré en futuras entradas.
Si, por ejemplo, un cliente venía y le decía que habíamos hecho algo mal, automáticamente el daba por buena esa versión. No se reunía con nosotros para tratar de aclarar la situación, ni nos ofrecía la posibilidad de réplica. No estimaba que el cliente le estuviera engañando, aunque ese cliente demostrase con antelación tener una integridad más que discutible en su perorata . Pero aún más, si esa persona era rica o tenía algún puesto o familiares importantes, su narración de los hechos se convertía en una verdad absoluta e incuestionable. Y esa es una historia que otro día contaré.
Una tarde, como de costumbre, cerramos la puerta de la empresa a las nueve. Nosotros seguíamos dentro trabajando, haciendo la caja, acabando los pedidos, etc... Se supone que estas cosas se deberían terminar antes de la hora de cerrar, pero como ya he contado, a veces se nos hacía hasta la una de mañana, sobre todo a mí. Apróximadamente a las nueve y diez de la noche, alguien empujó la puerta y entró. Se trataba de un "amigo" del jefe que venía con su mujer. Este señor nos tuvo hasta las diez de la noche haciendo presupuestos de equipos que ni siquiera iba a comprar. Después de haberse distraído, se marchó y gracias a él perdimos una hora que luego hubo que recuperar.
Pero ahí no acaba todo. Lo más importante que sucedió es lo siguiente: a partir de ese día nuestro jefe nos llamaba todas las noches justo antes de cerrar, para comprobar que estábamos allí. También lo hacía los sábados a primera y a última hora. Las razones de las llamadas eran tan estúpidas e infantiles como que se había equivocado marcando, para comprobar si se había dejado un papel en la mesa, para que le miraramos un número de teléfono en la base de datos, para que le buscásemos una factura de un cliente, para saber si habíamos recibido una mercancía, etc... Los días que se quedaba con nosotros en la empresa, se iba justo cinco minutos antes de cerrar y antes de salir también nos contaba alguna excusa absurda, que por otro parte sobraba. Yo no soy su padre y donde iba y venía era asunto suyo, no me lo tenía que justificar. Muchas veces recibíamos llamadas en las que la persona del otro lado de la línea permanecía en silencio. Sólo percibías su respiración a través del aparato.
¿Casualidad? Para nada. Con el tiempo llegamos a descubrir, que las mercancías se esperaban para otros días, que los clientes que se supone que iba a llamar nunca fueron llamados, que los papeles estaban demasiado bien visibles como para perder mucho tiempo buscándolos...
Lo que me enoja de este suceso no es que el jefe cuidara con celo su empresa, sino su prepotencia para escuchar a unos y dar por sentadas sus mentiras y sobre todo, su cobardía, por no hablar o tomar medidas en cuanto a su desconfianza, sino intentar por todos los medios forzar o crear una situación que no existía. Lo único cierto, es que ninguno salimos nunca antes de nuestra hora, sino todo lo contrario, pero tuvimos que aguantar durante años el desdén de este individuo.
Una tarde, como de costumbre, cerramos la puerta de la empresa a las nueve. Nosotros seguíamos dentro trabajando, haciendo la caja, acabando los pedidos, etc... Se supone que estas cosas se deberían terminar antes de la hora de cerrar, pero como ya he contado, a veces se nos hacía hasta la una de mañana, sobre todo a mí. Apróximadamente a las nueve y diez de la noche, alguien empujó la puerta y entró. Se trataba de un "amigo" del jefe que venía con su mujer. Este señor nos tuvo hasta las diez de la noche haciendo presupuestos de equipos que ni siquiera iba a comprar. Después de haberse distraído, se marchó y gracias a él perdimos una hora que luego hubo que recuperar.
Pero ahí no acaba todo. Lo más importante que sucedió es lo siguiente: a partir de ese día nuestro jefe nos llamaba todas las noches justo antes de cerrar, para comprobar que estábamos allí. También lo hacía los sábados a primera y a última hora. Las razones de las llamadas eran tan estúpidas e infantiles como que se había equivocado marcando, para comprobar si se había dejado un papel en la mesa, para que le miraramos un número de teléfono en la base de datos, para que le buscásemos una factura de un cliente, para saber si habíamos recibido una mercancía, etc... Los días que se quedaba con nosotros en la empresa, se iba justo cinco minutos antes de cerrar y antes de salir también nos contaba alguna excusa absurda, que por otro parte sobraba. Yo no soy su padre y donde iba y venía era asunto suyo, no me lo tenía que justificar. Muchas veces recibíamos llamadas en las que la persona del otro lado de la línea permanecía en silencio. Sólo percibías su respiración a través del aparato.
¿Casualidad? Para nada. Con el tiempo llegamos a descubrir, que las mercancías se esperaban para otros días, que los clientes que se supone que iba a llamar nunca fueron llamados, que los papeles estaban demasiado bien visibles como para perder mucho tiempo buscándolos...
Lo que me enoja de este suceso no es que el jefe cuidara con celo su empresa, sino su prepotencia para escuchar a unos y dar por sentadas sus mentiras y sobre todo, su cobardía, por no hablar o tomar medidas en cuanto a su desconfianza, sino intentar por todos los medios forzar o crear una situación que no existía. Lo único cierto, es que ninguno salimos nunca antes de nuestra hora, sino todo lo contrario, pero tuvimos que aguantar durante años el desdén de este individuo.
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